En Roma, ¿hace quinientos años…? ¿en otra vida, tal vez…?
Esplendoroso, sobre una concha desplegada en abanico, troneaba el tritón en la fuente sosteniendo en la cabeza una caracola de la que manaba el agua.
El tritón con su poderosa espalda y un torso ancho, macizo, por el que resbalaba el agua centelleando bajo los rayos del sol romano o reluciendo a la noche bajo las luces ambarinas de la ciudad eterna.
Esa fuente espléndida, inigualable, perfecta en sus proporciones, en medio de una glorieta y ajena al trasegar de la cercana Via Veneto, a la sucia insistencia de las palomas y al trotar de los turistas en manada, pertrechados de móviles, cargados de cámaras, de botellas de agua, de mapas de una ciudad cuyo milagro consiste en perderse en ella.
El tritón, tenso y visible cada músculo de su torso, sujetando una caracola sobre la cabeza mientras el agua le corría por ese cuerpo perfecto que no sabía de gimnasios, se deslizaba sinuosa hasta su imberbe ombligo de piedra, le acariciaba el interior y seguía bajando hasta la pelvis, también imberbe, que se bifurcaba en una vigorosa cola de animal marino.
Fuerza, erotismo, belleza, plenitud, gracia. La fuente del tritón era un regocijo para los ojos, un escalofrío para el cuerpo, un pellizco de eternidad para las almas sensibles.
Es difícil serle indiferente a la hermosura de Roma. De pronto, mortalmente herida de belleza se queda la memoria pendiente en el aire o prendida para siempre al filo de cualquier esquina, al borde de cualquier strada.
Esta noche ha soñado ella con él. Ha soñado que hacían el amor, o mejor dicho, tal era su deseo, pero se lo impedía el lugar, impreciso como en todo sueño, por el que transitaba la gente, inhibiendo su anhelo.
No ha sido un sueño erótico. No había carnalidad en el ambiente ni predominaba la sensualidad de la pasión. Todo era recoleto e íntimo a pesar de hallarse en medio de la calle.
Los dos seres que esta noche han habitado su sueño se amaban desde lo profundo del corazón y no desde la superficie de la pelvis; la sexualidad latente no era sino la banal consecuencia de la limitación humana. Era el amor de dos seres que se conocían hasta la saciedad y justo por ello se amaban. Sin anhelos, nostalgias ni sufrimientos.
Dos seres que reconocen la imagen asomada a su espejo, una imagen diáfana, no distorsionada por el filtro de los encuentros primerizos, lejos de esa juventud potente, elemental, ciega y arrogante.
La pareja que hoy contempla su propia imagen es plena y consciente de su felicidad, como en tantos aquellos momentos de su lejana juventud, pero a diferencia de entonces, sientn que esa dicha es eterna, que ya nunca les huirá porque, amén de duradera, se ha vuelto independiente de ellos, de sus palabras o de sus actos.
Han conseguido la amalgama perfecta del alquimista y saben que jamás podrá disolverse ni diluirse en la individualidad física y concreta en que se hallan: separados, alejados y responsables de sus vidas divergentes.
Han comprendido que la amalgama, la perfecta unión, se halla en el centro de su ser, en ese recóndito y desconocido lugar donde el Yo se disuelve para hacerse uno con la Totalidad; de igual manera que el poderoso tritón es único y eterno en su fuente mientras juega con el agua, metáfora de vida y senti-mientos, agua que siempre discurre, que jamás se detiene, que nunca cesa de fluir…