Está lloviendo. Implacablemente. En este barrio periférico en medio del mar.
En este barrio del mismo color de las sombrías nubes que descargan su húmeda pena sobre los edificios desangelados y feos. Una lluvia que moja mi primoroso vestido de satén blanco y humedece el ramo de lirios, también blanco, que llevo en la mano.
Miro a mi futuro marido al que hasta hace muy poco anhelaba con todo el ardor del deseo largamente incubado, y el fonema NO, gigantesco y en letras de molde, se alza de su nido al lado izquierdo de mi pecho.
Mis padres me acompañan hasta el tramo del altar, que está fuera de mi vista.
A mi alrededor, sólo bloques de pisos, feas colmenas humanas, y la reiterativa lluvia cayendo sobre este mar, como de barro, y del que surgen los edificios en medio de unas calles estrechas y malolientes.
Saldría corriendo si no me paralizara el ritual de la ceremonia.
La familia del novio me observa con la misma animosidad con que yo correspondo a sus rostros privados de expresión a no ser por la hostilidad de su mirada.
El novio me mira expectante y seguro de sí mismo.
Todo estaba decidido con mucha antelación en un pasado efervescente. Un pasado donde mi indómita pasión tenía amordazado al buen juicio. La misma pasión, pero de gesto contrario, que ahora me impele al rechazo.
Advierto tras de mí la omnipotente presencia de mi madre.
No es una presencia amenazadora; tampoco reconfortante. Me siento sola, inmensamente sola en medio de este mar color petróleo y ante esta gente hostil a la que voy a ser entregada como un carnero el día de su sacrificio. Y no hay escapatoria posible.
No hay calles ni tierra firme. Sólo el agua bajo mis pies y el agua que cae del cielo.
Me asaltan inclementes unas ganas de llorar que yo reprimo, aun sabiendo que no serían notadas entre tanto líquido.
Miro a mi futuro marido y un oscuro sentimiento va desplazando al otro, que yo llamaba amor hasta ocupar todo su espacio en mi interior.
¡Con cuánto gusto desandaría el camino andado y volvería a mi casa! A esa cálida casa protectora, tan diferente de todo lo que me rodea.
Es entonces cuando se oye un chillido insistente.
Un ulular de sirenas estridente y cercano me hace abrir los ojos a la luz de la mañana, aún incierta. Extiendo una mano para acabar con el molesto pitido del despertador mientras intento liberar la otra enredada en las pesadas y frías sábanas azul marino, pegadas a mi cuerpo.
A mi izquierda, el jarrón con lirios blancos reposa sobre la mesilla de noche.
Todo recupera su orden y armonía a no ser por la espesa humedad de las plúmbeas sábanas y el blanco camisón de satén… empapado de agua.