El Imbiss de Mustafá

En la salida de metro que corresponde a la Yorckstraße, ahí mismo a la izquierda, hay un Imbiss turco seguramente más visitado que la pomposa mezquita de la Gorlitzstrasse, y no precisamente por mayoría musulmana. No.

Son los miles y miles y cada vez más miles de turistas que visitan Berlín a lo largo del año, y que enterados de las bondades culinarias del kebap de carne y del kebap vegetariano, hacen colas de hora, de hora y pico y las que hagan falta, para saborear en diez minutos y de pie, una especie de bocadillo turco nacido en Berlín, el Döner Kebap, que pueden saborear en cualquiera de los otros tantísimos quioscos de carne de cordero asada al espetón que hay en esta ciudad. Ello sin contar los cientos de restaurantes o establecimientos turcos donde se sirve esta especialidad, y digo bien al decir servida: servida por un camarero y en un plato, sentado o sentada a la mesa, y por una diferencia de un par de euros, y doy testimonio de ello.

La gente: transeuntes, turistas, algún nativo del barrio con tiempoy ganas de perderlo, esperan impasibles cuanto les corresponda; con la misma templanza bajo el tórrido sol de algún verano como el actual, que pisando la nieve del invierno o bajo la inclemente lluvia de cualquiera de las otras estaciones. Todo un misterio este Imbiss, que más se asemeja a una capilla católica de peregrinación que a uno de los muchos quioscos turcos de Berlín. Un misterio agnóstico, se entiende.

¿Cómo y cuándo sucedió? El cuándo es fácil de responder: desde hace unos diez años, exactamente el tiempo en que ya no me como un kebap de verdura, valga la paradoja, en mi Imbiss preferido y cercano. Los lugareños hemos sido arrojados del templo por las risueñas y depredadoras masas que pululan por esta ciudad. No pocas veces al salir del metro y ver la desmesurada fila debo domeñar el impulso de actuar como el rabí de Nazaret, para no emprenderla a latigazos con los turistas-mercaderesque han convertido mi quiosco de toda la vida en un centro de peregrinaje. Mas enseguida vuelvo en mí, recordando que no vivimos en tiempos bíblicos y que, además, no poseo ni la fuerza moral ni la ecuanimidad del Maestro. Todo acabaría con una multa por parte de las autoridades, y posiblemente mi recuperación temporal en un centro de tratamiento psiquiátrico.

Podría también ocurrir que me hiciera famosa, fotografiada in situ y transportada de inmediato a las redes del mundo virtual y global. Quizá hasta encontraría seguidores, igualmente frustrados de ver su hábitat reducido y de soportar las hordas imparables del nuevo ejército de ocupación. Tal vez sería el inicio de un nueva religión laica que pugnara por liberar los lugares, si no santos, sí comunes a los nativos, ahora desplazados, enojados y tantas veces hambrientos.

Sinceramente, creo que las cruzadas contra el turismo de masa hoy en día tienen menos posibilidades de triunfo que las que tuvieron una vez las llamadas „santas“.

¿Cómo sucedió que uno de los cientos de Imbiss berlineses, ofreciendo lo que ofrecen todos, se transformase en esta capilla ardiente perpetua en que se ha convertido? Aun reconociendo la excelencia de los kebaps de verdura (siendo vegetariana, no me permito valorar los de carne) esos bocadillos de pan turco con queso de cabra, verdruas fritos y ensalada, no hay justificación posible que corresponda a tanta popularidad de no haber sido por las benditas redes sociales y la comunicación virtual.

A ello se une su afortunado emplazamiento ante un hostel, alojamiento barato y bien surtido a lo largo del año por masas de jóvenes provistas de poco dinero, de mucho tiempo y de tabletas digitales para documentar cualquier detalle de su viaje. Y ya tenemos la explicación del fenómeno o el milagro del Imbiss de Mustafá, como reza el cartel, desvelado.

Ahora los turistas de Berlín pueden hacer cola alegremente en la nueva tradición surgida en esta ciudad. Es más, si el visitante quiere seguir penetrando en los ritos del turista y los misterios de la gastronomía lugareña, seguidamente puede ponerse en la fila contigua, la del „Curry 36“, cuyo

final (depende del carril de espera en que uno se coloque) algunas veces correponde con el de la cola del kebap, rompiendo así una de las leyes de la física: los extremos, sí se tocan. Al menos en Berlín.

Y si no, basta darse una vuelta por ese tramo de Mehringdamm para comprobarlo.