El fin del mundo y una cafetera roja

La cafetera de filtro me recuerda a otra vida. Esta cafetera de cerámica, también como aquella con dibujos de manzanas rojas, marrones y naranja, me trae a la memoria reminiscencias de un piso mínimo donde yo vivía hace ya más de veinte años, como veinte eran los metros cuadrados de aquel piso con tres ventanas que daban a un patio, casi herrumbroso, y a una calle desierta por la que apenas transitaba un alma. Köpenicker Straße, la calle de Copérnico, como yo entonces erróneamente la traducía.
Para mí, la calle donde Berlín acababa y también mi vida, la vida que hasta ahora había llevado en otro país, bajo otro sol, con otro hombre.
En esa calle, además de mi otra vida, finalizaba una de las últimas estaciones del entonces Berlín occidental: Schlesisches Tor, y más allá empezaba otra ciudad, que yo imaginaba aún más triste, con menos luz, de inviernos más largos.
En la cocina de aquel piso a la que se accedía directamente por la puerta que daba a la escalera (no había recibidor ni pasillo), la cafetera roja, el azucarero haciendo juego y las tazas del mismo color brillaban con una calidez sureña, como queriendo mitigar la opacidad gris del cielo que al posarse insistente sobre la ventana, parecía anestesiar el paisaje.
Apenas pasaban coches entonces por aquella calle y los escasos transeúntes que podían verse tampoco hacían ruido. No alzaban las voces ni se reían a carcajadas, no conversaban entre sí las madres ni gritaban a sus vástagos. Era como si todos, incluida la naturaleza, respetasen el luto por un muro ominoso que se encontraba a pocos pasos. Sólo los pájaros que no sabían de cielos divididos rompían el silencio ya desde muy temprano, pero… eso sucedía en primavera, y durante los largos meses saturnales una quietud ovatada se adueñaba del aire.
Ùnicamente mi cocina parecía escapar al maleficio silencioso e incoloro, con aquellas sus paredes tapizadas a cuadros verdes, de un mal gusto más británico que teutón, el pavimento cubierto… ¡horror! con una moqueta color vino, y los utensilios de cocina más usuales y a falta de armarios, colgados de las paredes sobre el fogón con un aire tan mediterráneo y tan fuera de lugar en esa casa y en ese trozo de barrio.
Y mi cafetera, exactamente como esta de ahora, brillaba cálida, protectora, reconfortante como un faro en medio de las frías aguas de algún mar del norte.
Yo bebía ese café alemán, tan diferente al hasta entonces acostumbrada y pensaba en otro mundo, en otra vida reciente, y ahora, como borrada de un trazo o hecha desaparecer por algún maleficio de cuento.
Todo parecía acabarse en esa calle, la Köpenicker Straße: el metro, el sector nordoccidental de Berlín, mi vida anterior, y hasta el verano daba la impresión que venía a morir en ella.
Quizá era una parte mía la que había muerto o estaba muriendo y el espacio físico, geográfico y real no era más que un reflejo de ese espacio interior desolado e invernal.
Sí, porque algo había muerto en esa calle y aunque el sol agujereara la barrera incolora de esos cielos, la Köpenicker Straße durante mucho tiempo seguiría siendo para mí la calle donde nacía el invierno, y esa cafetera granate, de una fealdad conmovedora y comprada por 2 DM en un Trödel era como una especie de colorido amuleto, una ampolleta mágica cuyo elixir negro, caliente y amargo al deslizarse por la garganta borraba por unos minutos la escualidez de esos 20 mt², el gris del cielo, la gelidez del aire, e incluso por unos instantes, parecía acabar con el maleficio invernal y devolverme repentinamente al sol, a la luz, a las voces de la gente, al calor del verano, a mi otra vida.