Cosas de Berlín

Ahí está. A la vista de todos, y por pocos notada. Parcialmente protegida su visión por el árbol, y solamente su visión, ya que la casa ni cercada ni apuntalada está. Como si fuera de lo más normal que los balcones de un inmueble habitado no tengan baranda, en plena ciudad, y además en una ciudad alemana, donde las medidas de seguridad se definen antes de ser creado el objeto de su uso. O casi.

Pues bien, ahí está ella condecorada con algún que otro impacto de bala de la última guerra, sus paredes descascarilladas y al desnudo sus tres balcones, con un suelo que visto desde abajo recuerda a las galletas mojadas en café con leche, es decir: a punto de desmenuzarse; luciendo su deslucido color pastel ante las otras casas con mucho más fortuna que ella, y no se entienda el vocablo solamente en sentido figurado. Habrá costado una fortuna sanear y renovar estas bellas casas que la burguesía capitalina se construía antaño. La Cenicienta de piedra aguanta el tipo con dignidad, pero viendo sus balcones surge la pregunta… ¿por cuánto tiempo?

Y aquí viene la siguiente interrogación más procedente al caso, ¿cómo es que alguien vive en ella? Porque habitada está. El balcón del primer piso exhibe incluso unas coquetonas macetas y una casita-nido para pájaros, colgada junto a una de las dos puertas de acceso, amén de unas pinceladas verdes en la pared de la fachada en torno a la otra puerta del balcón, y visillos blancos y cortinas rojas en una de las ventanas. Detalles que indican los postulados estéticos de sus moradores.

Está claro que no se trata de una casa ocupada en el sentido político-anárquico del término, sino habitada, y con toda probabilidad saladamente pagada en el lícito mercado de la política neoliberal que impera en Berlín.

Un balcón sin barandilla es tan anómalo e inquietante como un ojo sin pestañas, un seno sin pezón, un vientre sin ombligo o un dedo sin uña, por citar solamente un par de ejemplos.

Y entonces, ¿cómo es posible con esta política y en esta ciudad que haya casas con balcones sin barandilla? ¿Que estos, además, estén a punto de desmoronarse y que los pisos estén habitados, o dicho de otra forma, hayan sido alquilados?

La pregunta no tendría mayor importancia de tratarse de otras ciudades del planeta, pero tratándose de esta es justa y necesaria, aunque quizá sea así debido al peculiar carácter de la ciudad, esa mezcla de orden puritano burgués en sus barrios ricos, de bohemia anarquía en el distrito centro y de bucólica tranquilidad en sus barrios más periféricos. En la periferia de Berlín hay espacio para respirar, hay bosques, hay lagos y hay poca población. Cuesta creer en la cercanía de esa capital en ebullición, resurgiendo de su largo sueño.

Tal vez todo radique en que Berlín no sea representativa de Alemania ni del carácter alemán, y por eso lo que en otra ciudad sería impensable, aquí tiene cabida. Cualquier exceso, cualquier locura, cualquier ineficiencia, y también cualquier otra faceta humana, pasando de la extroversión al autismo.

En una ciudad así hay espacio para la perfección y su contrario, y el balcón de una casa puede constar de una sólida, correcta y primorosa barandilla o se puede permitir el lujo de prescindir de ella, al menos por un tiempo, al menos en Kreuzberg, el barrio más berlinés de todos y el menos alemán.

Una casa con un balcón discapacitado entra en el orden natural de las cosas de la vida, que son siempre impredecibles e imperfectas. En ese sentido Berlín sí representa la imperfección. La espinilla negra en la piel aparentemente impoluta del cutis alemán, y quizá por ello sea tan atractiva. La perfección puede resultar monótona. Quizá.

Blücherstrasse 2015